Víctor sintió que la mano le punzaba de tanto mantenerse firme y pesada en la tabla que ya estaba casi lista,
excepto por detalles como el lijado y el alineado de las esquinas, y acaso
rebajar un poco en áreas donde se abultan los nudos de coyuntura, donde habrían
brotado ramas, o se habrían ido engrosando las venas del árbol a causa de algún defecto de
crecimiento. El carpintero sabe que es preciso que la tira de madera esté bien
quieta para pulirle esos ombligos y que se conserven las vetas.
Pero hoy ha sido un día largo y por la cantidad de aserrín en el piso
del taller, podría decirse que ha sido también un día productivo.
Víctor pensaba al iniciar el día de labor, que sería casi imposible
terminar la cantidad de pedidos que tenía. Como estaba la situación económica,
no podría pagar a los obreros para que trabajaran horas extras. Así que ellos
salieron de trabajar a la hora de costumbre. Pero Víctor no tuvo más remedio
que quedarse a avanzar un poco más en el acometido.
Debían ser alrededor de las once, o pasadas, y el teléfono seguía
sonando insistentemente desde las ocho que se suponía llegaría a la casa.
“Incesantemente, como sucede cuando te has propuesto no aceptar distracciones”
piensa Víctor con enfado, apagando momentáneamente la pulidora pero sin
levantarse los gogles de protección, reafirma a su mujer que no tardará “ya casi termino” es todo lo que dice y retoma de inmediato el
encendido de la máquina, ahora la sierra para dividir el último trozo de madera
que Víctor sostiene con sus manos enguantadas. El ruido de ésta máquina siempre
le pareció infernal, pero hoy, a esta hora, hasta el horrendo chirriar pasa
desapercibido. Tiene hambre, apenas si le quedan fuerzas para levantar las
gruesas hojas en bruto que ha tenido que partir, medir, pulir, o al revés, pero
está satisfecho de estar a punto de terminar la mayor parte de los pedidos para
el siguiente día.
De pronto, la máquina se desvía del corte, debe haberse topado con un nudo; salta a la mano de
Víctor, ésta pierde control, siente algo caliente y repentino, no está seguro
dónde siente. Luego ve el guante partido, el dedo gordo ha caído bruscamente
hacia la sierra. Víctor entra en pánico, toma el dedo, abandona el taller sin
apagar la máquina.
Al alejarse oye todavía el chirriar de la máquina encendida,
duda un instante y después se marcha, convencido de que no importa a dónde
vaya, ese ruido es algo que escuchará por siempre.
Beatriz Osornio Morales