viernes, 10 de enero de 2014

EL CROSSING GUARD





Algunos lo llaman míster Scott, otros prefieren llamarlo míster Robert. Y bien podría tratarse de un buen hombre, pues  no se espera otra cosa de un guardia de tráfico que asiste la calle junto a la escuela. Varios padres de familia hasta de mano lo saludan;  después de dejar a sus hijos,  reservan unos minutitos para ponerse al día con los conocidos, incluido Míster Scott. Y es que Míster Robert aparenta ser amigable con cualquiera, imposible imaginar a un criminal o un pedófilo. Yo lo saludo para corresponder a su amabilidad, pero en el fondo tengo mis   reservas, no sin razón, claro.

El primer año que abrieron la escuela y Raúl estaba en primer año, Adrian era todavía chico para asistir a clases, pero me acompañaba a llevar y/o a recoger  a su hermano. Entonces, el guardia de tráfico era una mujer de pelo canoso y  recortado a manera de hombre; también era amable y hablaba con Adriancito, en una ocasión le regaló un bloc de notas para escribir, o dadas las circunstancias, garabatear. 

Al año siguiente llegó Míster Robert, un negro no muy alto y regordete, se veía también de edad avanzada aunque no mostraba señas de canas por donde la gorra de oficial dejara asomar mechas de pelo. Era lunes por la mañana, llevamos a Raúl a su primer día de clases. Al final del verano  la mañana aun conserva algo de calor y  humedad en el aire. Al llegar al punto de cruce, Adrian se extraño de no ver a la señora que le hacía gracias y regalitos. Pero con la personalidad del nuevo Míster Crossguard  pronto se olvidó de ella, así son los niños. El míster era muy atento y se dirigía en particular al pequeño Adrian que siempre ha sido sonriente, por lo que Míster Robert como muchos otros adultos, desarrolló  un trato especial para él “¿Te vas conmigo Little fella?” le decía todos los días. Más tarde llegaría al atrevimiento de expresarme la idea de llevarlo a su casa. Primero  insinúo en dos  ocasiones que debería prestárselo un par de horas. Mientras fueran insinuaciones yo lo ignoraba.

Lo bueno que Adrian a esa edad  nunca contestaba más que con risillas (lo cual animaba al Míster a seguir con sus coqueteos)  escondiéndose tras de mí para no ser alcanzado por la mano enguantada del crossguard.

Como era de esperarse de uno que es extranjero, al principio yo no entendía muy bien el acento de Míster Roberts. Tiene esa particular forma de hablar de los negros americanos que, (lo que  no sucede en otros países de habla inglesa) enredan el inglés y lo mezclan con frases ivónicas o propias de su raza de tal modo que solo otro negro sabe exactamente de lo que están hablando, sospecho que por la misma razón Adrian lo miraba extrañado; o por su piel oscura en la que sus grandes ojos saltones se ven más desorbitados tras de sus gafas gruesas, algunos lunes los trae rojos a morir, sobre todo en los bordes, pasaría por un bebedor  crónico si me lo preguntan.

El siguiente año, Adrian entró al pre escolar, veía a Míster Robert dos veces al día, a la entrada y la salida de la escuela, fue cuando Míster Robert tuvo el atrevimiento de pedirme a mi hijo para no sé qué planes…”¿Un par de horas en mi casa?” Naturalmente reaccione perturbada, y quizá hubiese sido sencillo seguirlo tomando a broma, de no haber sido tanta la insistencia de su parte.  Por un momento fingí no entender “What?” lo volvió a decir sin vacilar ante mi asombro. Estaba más claro que el agua. Debía reaccionar. “Oh, no, no puedo hacer eso. A su papá no le haría gracia, ¡Ni siquiera tantita!”  Dije, tratando de ocultar mi perturbación en el tono de voz y alejándome a la vez hacia la escuela. Míster Robert se quedó en su sitio con el silbato listo para silbar el “stop” a un carro que venía en marcha, al mismo tiempo que algunos niños intentaban cruzar la calle.




Beatriz Osornio Morales, imagen de la red.

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