Soñé que a Susana un
hombre ebrio la había manoseado en la
calle a su regreso de la universidad. Ella se defendió con uñas y dientes,
después de forcejeos y rasguños, escapó
como pudo. Corrió durante lo que a ella le pareció una eternidad.
Estando segura de que el borracho la había
perdido de vista, se detuvo mirando una sucia pared, y
no pudo contener más las lágrimas.
Pero minutos después el hombre reapareció
con sus improperios y arrastrando los pasos.
La siguió hasta la casa,
donde Susana entro sin pensarlo dos veces, el borracho se quedó afuera
farfullando profanidades, no podíamos
des hacernos de él y su palabrerío insolente. Queríamos hablar entre nosotras, contar
detalles, sin embargo, entre la rapidez
con que hablaba Susana y una extraña pesadez en la lengua, las palabras se sintieron trabadas. Al cabo de
un rato, unos vecinos se acercaron a percatarse de los disturbios en la calle.
Intentaron convencer al hombre de que se marchara, de lo que resulto algo
parecido a una complicidad tacita con el borracho, por el tono calmado en que
los vecinos le hablaron para hacer que se alejara un poco de la puerta.
A mí lo que me
preocupaba era el niño pequeño que estaba saliéndose por la ventana (seguramente
atraído por los ruidos de la gente) del segundo piso, ¿De quién es ese niño
trigueño? no sabía que la vecina de enfrente tuviese niños.
Y me preocupaba que
Susana no se sintiera segura de poder irse sin más atracos del individuo. En su
casa la esperaban ya hacía mucho rato.
Cuando el hombre borracho se distrajo en alegatos ya
más acalorados con los vecinos, salimos
a la parada del camión. Por poco nos subimos al camión equivocado. Esperamos
largo rato, ya estaba oscureciendo y el camión no pasaba, no paso. Desperté y el camión seguía sin pasar. Y Susana nunca se fue.
Texto e imagen: Beatriz Osornio
Morales